
Mientras gran parte de América Latina y el mundo asisten al ascenso sostenido de proyectos políticos de ultraderecha —que explotan el descontento, la inseguridad y el deterioro del pacto social—, Rosario acaba de protagonizar una excepción notoria. Juan Monteverde, líder del espacio Ciudad Futura, ganó la intendencia con una plataforma diametralmente opuesta a los valores que suelen movilizar a los sectores reaccionarios. Lo hizo con un discurso centrado en la inclusión, el cuidado del ambiente, la participación ciudadana y una mirada crítica del sistema económico, todo bajo una estética y una estrategia fuertemente ligadas a las nuevas generaciones.
Monteverde no es un outsider, pero tampoco un producto de la política tradicional. Su recorrido como referente barrial, ligado a la economía popular, y su construcción de poder desde abajo —sumando organizaciones sociales, culturales y ambientales— lo distinguen del político clásico y del empresario convertido en candidato. Su victoria, entonces, no se explica por un voto de enojo o rechazo, sino por una acumulación territorial, coherente, persistente, que logró entusiasmar a una parte significativa de la ciudadanía rosarina.
En un país donde la ultraderecha logró capitalizar el hastío con la política y posicionar agendas regresivas en materia de derechos y libertades, Rosario aparece como un contraejemplo. No por negarse a ver los problemas (la ciudad atraviesa una crisis profunda en términos de violencia, narcotráfico y desigualdad), sino por decidir enfrentarlos con herramientas distintas a las del punitivismo y la meritocracia vacía. Monteverde propuso más Estado, pero un Estado con rostro humano; más seguridad, pero desde la prevención y el tejido comunitario.
La dimensión simbólica del resultado también es clave. En tiempos de discursos apocalípticos y soluciones simples, la victoria de una fuerza que apuesta por la complejidad, la horizontalidad y la planificación desde el territorio resuena con fuerza. Especialmente entre jóvenes, sectores medios precarizados y actores que no se sienten representados ni por las estructuras partidarias tradicionales ni por la antipolítica.
En el plano nacional, esta elección puede marcar un punto de inflexión. Mientras Javier Milei intenta consolidar un experimento liberal extremo desde el poder central, Rosario le responde con una alternativa anclada en lo colectivo, en la gestión de lo común. No es casual que Monteverde haya evitado nacionalizar su campaña: su legitimidad proviene de lo local, y es allí donde busca construir otra forma de gobernar, lejos de las recetas mágicas y los modelos importados.
El triunfo de Juan Monteverde no revierte por sí solo la avanzada ultraderechista en Argentina ni en la región. Pero sí demuestra que hay otra narrativa posible, otra política posible. Una que no reniega de la empatía, que no se alimenta del odio, y que entiende que los grandes cambios sociales no nacen de la destrucción, sino de la reconstrucción paciente, con otros y para otros.