por Luciano Barroso
Federico “Fred” Machado no está en una cárcel de máxima seguridad, como durante meses se repitió en la Argentina. Está en Oklahoma, en una prisión privada de seguridad media, vestido con mameluco azul y sometido a una rutina que combina encierro, control y espera. La CoreCivic Cimarron Correctional Facility es hoy el escenario donde el empresario argentino, acusado en Estados Unidos por presunto narcotráfico, lavado de activos y estafa, transita una detención que es menos espectacular de lo que se dijo, pero no menos decisiva.
Sus días transcurren sin sobresaltos visibles: ejercicios en patios comunes, horarios estrictos y medicación para poder dormir. Las comunicaciones están bajo vigilancia permanente. Solo puede contactarse con su defensa a través de correo electrónico monitoreado y, si recibe visitas familiares —no hay confirmación de que hayan ocurrido—, estas se realizan durante un tiempo acotado, separados por un vidrio blindado y comunicados por teléfono. Todo sucede bajo el protocolo clásico del sistema penitenciario estadounidense: nada queda librado al azar.
Desde esa cárcel, Machado es trasladado cada vez que debe presentarse ante la Justicia federal. El viaje supera las cuatro horas hasta Dallas, donde funciona el tribunal que define su destino. Allí, lejos del ruido político argentino, se juega una partida silenciosa en la que cada movimiento puede alterar drásticamente el resultado final.
El juez federal del Distrito Este de Texas, Amos Mazzant, fijó los plazos que activaron la cuenta regresiva. Machado tiene 50 días para decidir si se declara culpable y alcanza un acuerdo con la Fiscalía o si insiste con su inocencia y enfrenta un juicio oral y público desde el 2 de marzo. El límite para cerrar un entendimiento vence el 6 de febrero. Después de esa fecha, la lógica del expediente cambia y el margen de negociación se reduce de manera drástica.
La definición del cronograma no fue un acto unilateral. Surgió tras una presentación de la defensa que contó con el aval del Ministerio Público, una señal inequívoca de que las conversaciones ya están en marcha por fuera del expediente formal. En ese escrito, Machado dejó constancia de que se encuentra “en discusiones” con la Fiscalía para evaluar si el caso “puede resolverse” sin la necesidad de presentar una gran cantidad de mociones previas ni llegar a un juicio. En el lenguaje judicial estadounidense, esa frase suele traducirse en una sola palabra: cooperación.
El tiempo es un factor central en esa negociación. En abril de 2026, Machado cumpliría cinco años de privación de la libertad si se computa el período de prisión domiciliaria que atravesó en la Argentina antes de ser extraditado. Con ese horizonte, su defensa apunta a un acuerdo de siete años de condena, lo que permitiría proyectar —en un escenario optimista— que su permanencia efectiva en una cárcel estadounidense no supere los treinta meses.
El cálculo no surge de la nada. En la misma causa, una de las personas condenadas logró reducir significativamente su pena tras admitir cargos y retirar otros, obteniendo luego una modalidad de arresto domiciliario. Ese antecedente es observado con atención por la defensa de Machado, que sabe que la diferencia entre hablar y callar puede medirse en años de encierro.
El dilema es claro y brutal: convertirse en cooperador de la justicia estadounidense o someterse al veredicto de un jurado popular, una instancia que en este tipo de delitos suele traducirse en condenas extensas. En Estados Unidos, el juicio oral es una apuesta de alto riesgo.
Mientras el expediente avanza, otros rastros del caso permanecen visibles fuera de los tribunales. En las cercanías de un hangar en Dallas, tres aviones antiguos propiedad de Machado están embargados y listos para ser rematados. Uno de ellos tiene un peso simbólico particular: un Douglas A-4B, similar a los utilizados por la Fuerza Aérea Argentina durante la guerra de Malvinas, en los ataques contra la flota británica. Hoy, esa aeronave —cargada de historia— forma parte del inventario judicial de un empresario detenido por delitos financieros y narcotráfico.
Machado cuenta con defensa legal tanto en Estados Unidos como en la Argentina. En el país tiene un abogado que no es Francisco Oneto, según confirmaron fuentes cercanas al caso, un dato que también habla de la reconfiguración de su estrategia jurídica.
El nombre de Machado no es ajeno al poder político argentino. Fue señalado como uno de los financistas de la campaña presidencial de José Luis Espert en 2019, un dato que en su momento pasó casi sin debate público y que hoy reaparece con otra densidad, a la luz de su situación judicial en Estados Unidos.
Lejos de los flashes y de las versiones exageradas, Fred Machado espera. Espera en Oklahoma, con mameluco azul, mientras sus abogados negocian, mientras la Fiscalía mide qué información vale cuánto y mientras el reloj judicial avanza sin pausa. En menos de dos meses deberá tomar la decisión más determinante de su vida. En el sistema penal estadounidense, ese momento no admite ambigüedades: colaborar o ir a juicio. Hablar o callar. Salir antes o quedarse muchos años más.